La batalla en la mesa
No pude sino pensar en un par de copas a medio llenar, como debe de
ser, de vino tino, algunas servilletas y la botella postrada casi al
centro de la mesa.
Ella, dominante, en control, con las defensas tan arriba, que él sólo
puede hacer plática del mundo, la literatura y lo bella que ella luce
a pesar de no haberse arreglado demasiado.
Él seguirá hablándole, de lo que más sepa, de lo que más la
impresione; ella asentirá y dejará escapar algunas sonrisas que lo
animen a continuar. Si tan sólo supiera que ella le pertenece, pero no
puede saberlo, ella tiene que ser distante. Él intentará de nuevo
flanquear sus ejércitos, rodear su copa, evitar su servilleta,
acercarse a su mano.
Sobre la mesa, la batalla es implacable, él tiene que tocarla, un
roce, una caricia; ella es la tierra indomable, el territorio a
conquistar, con trampas y peligros, pero también la recompensa. Bajo
la mesa, todo es nerviosismo, la mano libre suda, las piernas cruzadas
cambian de posición constantemente, tiemblan, es el campo de la
inseguridad y la incertidumbre, lo que no se cuenta, lo que no se ve.
Toda la escena es sólo de ellos, no del restaurant al aire libre, no
del viento que aviva los manteles y juega con el cabello de ella, ni
siquiera de los demás comensales que no hacen sino servir de trasfondo
en la cruel batalla, en la que él continuará acercándose mientras ella
seguirá poniendo tierra de por medio.